Existen niños que parecen predestinados a que siempre les ocurran cosas (vulgarmente se les conoce como “niños pupas”).
Es decir, desde pequeños ya sufren accidentes domésticos, por ejemplo, con los populares “andadores” (vuelcos, caídas por escaleras, atrapamiento de los dedos, etc.). Es el niño atolondrado en el juego, que no es consciente de los peligros que le rodean y presenta múltiples percances en la propia casa (quemaduras, escaldaduras, heridas, fracturas, etc.).
En la Unión Europea hace tiempo que los accidentes son considerados como la principal causa de mortalidad en niños significando el 45% del total de las muertes infantiles. Asimismo, la mitad de los accidentes infantiles tienen como protagonistas a niños menores de cuatro años y se registran durante el juego. La cocina, el cuarto de baño y la sala de estar constituyen las zonas de máximo riesgo.
Otro dato importante al respecto es que en la Unión Europea cada año aproximadamente unos 20 millones de niños sufren accidentes y como consecuencia de ello unos 10.000 niños mueren y 30.000 quedan inválidos o con secuelas físicas. Por lo que respecta a España hay que señalar que en el ranking europeo de la mortalidad infantil ocupa el primer puesto.
Ante estos niños turbulentos, fácilmente vulnerables, es decir, candidatos seguros a los accidentes, los padres y cuidadores deben extremar su vigilancia, para no incurrir en una forma de maltrato que, en este caso, sería por negligencia.
Existe y se recomienda una regla práctica conocida como la “fórmula de Gustavsson”, que consiste en la ecuación A x P = V x E en la cual, la (A) es el azar de la vida, los imponderables y riesgos del ambiente en que se mueve el niño; la (P) es la personalidad del niño, su carácter y comportamiento habitual; la (V) es la vigilancia de que es objeto por parte de los mayores, y la (E) la enseñanza y la educación que recibe. De esta fórmula resulta que cada vez que el producto A x P sobrepasa al producto V x E, tiene lugar el accidente. Por lo tanto, es evidente que hay que mantener por un lado el equilibrio entre los riesgos del medio ambiente, ligados a la personalidad y conducta del niño, y por otro, perseverar en la vigilancia y la educación. Así, por ejemplo, cuanto más peligroso sea el medio en que se vive y más turbulento sea el niño, más necesario, como contrapunto, es llevar a cabo una vigilancia más estricta y reforzar la educación.
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